Como todos los
días, Mario subió las escaleras de su edificio, prendió la luz del pasillo y
sacó las llaves que guardaba es su bolsillo derecho.
Unos susurros
lo hicieron detener unos pasos antes de su puerta. Estaba cansado y lo único
que deseaba durante todo su recorrido del trabajo hacia su casa era poder
acostarse y dormir; pero su curiosidad era más fuerte.
-
Ya hice lo que me pediste – murmuró el
joven desalineado.
-
¿En el río? – preguntó el viejo, vecino
de Mario, quien tenía una voz gruesa, muy particular, de esas que son difíciles
de olvidar.
Hace unas
semanas que Mario presenciaba situaciones extrañas, ruidos nocturnos, y
percibía que su vecino estaba más nervioso que siempre. Nunca compartió su
forma de vida, ni su personalidad, malhumorado, antipático, grotesco, y por
sobre todo, lo que más le molestaba era su soberbia.
Quizá fue el
odio acumulado que le tenía a su vecino, o la curiosidad que lo invadía, o
hasta el aburrimiento de la rutina en la que se había convertido su vida. Lo
concreto es que esa noche decidió embarcarse en una historia policial que lo
tenía al él como protagonista y al viejo soberbio como autor de algún delito,
que estaba dispuesto a revelar.
Entró a su
casa despacio, sin hacer demasiado ruido, no quería que su vecino lo escuchara
y sospechara que él había presenciado esa oscura charla.
Estaba
dispuesto a revelar todos los secretos y misterios que escondía, para descubrir
quién fue la persona asesinada y por qué motivo terminó o terminaron con su
vida.
La primera
decisión que tomó fue seguir cada uno de los pasos de su vecino, cada vez que
un compañero del trabajo pedía un cambio de turno, él estaba dispuesto, creía
que de esa forma podía tenerlo más controlado y así saber que hacia a mañana, a
la tarde y a la noche.
Desde el
primer día, anotaba todo en una agenda, y cuando llegaba a su casa lo
analizaba. Luego de unos días, descubrió que el viejo no era tan distinto a él,
sí en sus actitudes y en su forma de ser, pero también era muy solitario y
llevaba una vida bastante rutinaria.
A la mañana
desayunaba en la cocina, Mario observaba eso por la ventana que daba a un
ventiluz de la casa de su vecino; luego salía a pasear a su perro y se
encerraba en su casa a ver tele hasta aproximadamente las cinco de la tarde. A
esa hora, cada dos días, hacía las compras necesarias. Siempre compraba pocas
cosas, como si buscara una excusa para tener que volver a salir. A la noche,
comía en la cocina, en la misma mesa donde desayunaba, veía alguna serie
estadounidense, y a eso de las doce de la noche se iba a dormir.
Durante muchos
días, Mario creyó que todos sus esfuerzos eran en vano, ya que no había nada
interesante, sorprendente o mínimamente curioso en la vida del viejo como para
investigar por ese lado. Pero un día, mas precisamente un jueves, no se fue a
dormir a las doce de la noche, sino que se puso un saco gris, unos guantes y un
gorro por el frió. Caminó, rápidamente, cuatro cuadras por la avenida, dobló
por Esmeralda y caminó tres cuadras más. Entro a un bar bastante oscuro, chico,
solo habían dos mesas ocupadas con personas jugando a las cartas, un mesero y
una música que se escuchaba muy baja, desde lejos, parecía ser tango. Mario,
para disimular, se sentó en una mesa.
-
¿ Desea tomar algo señor? – le
consulto el mozo.
-
Sí, un whisky por favor.
-
Enseguida se lo traigo. ¿Es la primera
vez que viene acá señor? – preguntó el mozo, como si no supiera cuales eran las
personas que siempre frecuentaban el lugar.
-
Sí, me queda cerca de casa, pero esta
es la primera vez que vengo – contestó Mario.
Para su
asombro, su vecino no se sentó en ninguna mesa, ni se encontró con nadie,
solamente entró, por unos minutos, al baño del lugar y regresó a su casa.
Esa actitud ya
le hubiera parecido rara a cualquier persona que lo estuviera observando y
siguiendo, pero encima Mario notó que esta misma situación extraña la repetía
cada quince días exactos.
Sabía que la
única forma de terminar con esta intriga y de resolver ese misterio era llegar
antes al bar, entrar al baño y esperar a que llegué su vecino, para ver con
quién se encontraba, qué hablaban, o qué intercambiaban.
Seguirlo por
el barrio, despertarse más temprano, cambiar horarios con compañeros de
trabajo, implicaba un esfuerzo pero no ponía a prueba su valentía. A él le
fascinaba ver o leer historias policiales, de suspenso, y creía estar a la
altura de las circunstancias para tener una verdadera; pero lo cierto era que
cada jueves que llegaba antes al bar, no se animaba a entrar.
Pasaron dos meses
para que el protagonista de esta historia de investigación pudiera tomar coraje
y enfrentarse con la verdad. Todavía hoy, luego de cuatro años, sigue
arrepintiéndose de entrometerse en la vida de ese viejo soberbio.
Viene dos
veces a la semana, cuarenta minutos cada sesión, y todavía no logro que me
cuente qué vio ese jueves en ese baño. Lo único que me contó es que esa
conversación nunca fue lo que él pensó, pero que lo llevó a descubrir algo
mucho más oscuro e inimaginable.
De lo que
estoy segura es que de cada experiencia se rescata o aprende algo. A Mario le
hubiera gustado aprenderlo de otra forma, pero maduró y entendió que no vivía
en la realidad sino que escapaba de ella a través de su imaginación, durante
muchos años había encontrado en esas historias creadas por su mente una forma
de seguir adelante con su vida, pero había llegado la hora de vivir su propia
historia.
Carolina Migliorini.